Los riesgos del turista fumador
(Columna de Alejandro Boichetta, Especial).-
Fumar pueda matar. Ya lo sabemos. Provoca cáncer y otras cientos de enfermedades que nos asustan desde la foto que tiene cada etiqueta. Pero los riesgos aumentan exponencialmente cuando el que fuma es, además, turista. Las peripecias y las osadías que debe enfrentar el que quiera prender un cigarrillo durante un viaje son tan peligrosos que llegan, por momentos (cortos momentos, pero momentos al fin), a repensar la conveniencia de continuar con ese vicio. Sin dudas, ser turista y fumador puede ser más efectivo para dejar el cigarrillo que cualquier campaña pública.
Veamos:
Usted llega al aeropuerto. Lo esperan 12 horas de viaje en una caja de sardinas más otras dos horas de espera en un pre embarque en donde el cigarrillo es más peligroso que unos cuantos cartuchos de dinamita. Frente a ese panorama desolador, busca un lugar para fumar antes de subir al avión. Seguro que el espacio para fumadores está en la otra punta del aeropuerto, bien lejos de donde tiene que hacer el embarque. Y allí, en compañía de otros tantos desahuciados como usted, se clava tres o cuatro cigarrillos al hilo para compensar tantas horas de abstinencia. Apura el último pucho porque llega la hora de embarque y ahí empiezan los mayores riesgos: corridas alocadas para llegar a tiempo, arrastrando valijas y esquivando a los taxistas que tienen la manía de jugar a quién atropella más pasajeros. Y, lo que es peor, soportando los insultos de sus compañeros de viaje no fumadores que hace ya varias horas que hacen cola frente a las puertas que los llevarán a destino.
Los sacrificios dentro del avión merecerían un capítulo aparte. Litros de agua para aguantar los síntomas de abstinencia, deseos irrefrenables de dormir para que el viaje se haga más corto, permanentes relojeadas al mapa de las pantallas para calcular cuántas horas faltan para el aterrizaje y un sinnúmero de etcéteras que el fumador inventa en cada viaje. Si hasta llega a fantasear con secuestrar el avión sólo para obligar al piloto a que apague el cartelito de No Fumar.
Usted llega a destino y tiene que soportar, todavía, una maratónica caminata (casi tan larga como la que tuvo que recorrer el griego Filípides para llegar a Atenas) para recoger el equipaje, y una cola interminable para hacer migraciones. Ni que hablar si le toca hacer aduana. Todo ese tiempo, deseando poder fumar un cigarrillo. Hace más de 14 horas que no tira humo y la espera se hace interminable.
Finalmente llega al hotel que lo recibe con un cartel (escrito en el idioma que sea, pero que usted entiende de todos modos) que dice “Prohibido fumar en el establecimiento”. Antes de tener la llave de su habitación, hace un chequeo de las salidas más directas hacia la calle o los espacios al aire libre donde cada tanto podrá disfrutar de un cigarrillo. Le dan una habitación en el piso 14 con una maravillosa vista a la ciudad desde ventanas que apenas pueden abrirse unos centímetros. Empieza allí su calvario equilibrista. Para fumar un cigarrillo deberá colgarse de esa ventana, con medio cuerpo afuera para evitar que el humo ingrese a la habitación y rogando que ningún vecino o empleado del hotel lo vea en tan tremenda ilegalidad. Y rezando para que ni una pizca de rastro llegue al enemigo público número uno del fumador: el detector de humo.
El calvario continúa en los museos, lugares históricos o atractivos turísticos que ansía visitar desde que empezó a soñar su viaje. Esos lugares son, irremediablemente, “no fumadores”. Inicia su recorrido con toda la adrenalina de poder ver eso que desea ver desde hace años. Pero a medida que pasan las horas, los cuadros, las estatuas y las murallas históricas pierden interés en su ansiedad irrefrenable de llegar a un sector en donde pueda prender un cigarrillo. Y como si eso fuera poco, siempre hay un compañero de viaje (no fumador, por supuesto) que, cuando se está terminado el recorrido, tira la frase matadora: “nos falta ver…”. En ese momento, empieza a convencerse de que la Mona Lisa se ríe de usted y de sus ansiedades.
Estas, y miles de dificultades más, deben soportar los fumadores en un viaje. Dificultades y, sobre todo, riesgos que lo obligan a pensar si no es más seguro subir al Everest que andar de turista con un cigarrillo en la mano. Lo mejor, sin dudas, sería dejar de fumar y disfrutar del viaje sin condicionamientos. Pero mientras uno toma la decisión y prueba los cientos de métodos aconsejados para terminar con el pucho, la idea es seguir dando vueltas por el mundo. A pesar de los riesgos. Y de que, a medida que se prolonga el viaje, empiece a desear cada vez más fuerte volver a su casa y prender un cigarrillo con libertad. Y a soñar que, tal vez, para el próximo viaje, haya dejado de fumar.