Argentina

En General Alvear, Mendoza, descansa un Santo Bandido

(Por Patricia Veltri).-

Juan Bautista Bairoletto parece que fue uno en vida y otro después de muerto: pasó de delincuente a santo; de indeseable a venerado; de encarnación del mal a bandido bueno.

También conocido como “El Pampeano”, integra la lista de los míticos bandidos rurales. Tuvo un abultado prontuario policial que lo convirtió primero en delincuente y luego en leyenda. Aún hoy, en la apacible General Alvear, ciudad del departamento homónimo del sur de Mendoza, están quienes creen ver su ánima vagando por los campos.

Los registros dan cuenta de que su prontuario quedaría inaugurado a las 13.30 ha del 4 de noviembre de 1919, cuando disparó dos balas de su pistola. Una, clavó las agujas del reloj que colgaba de la pared del boliche parroquiano de Eduardo Castex (La Pampa). La otra, agujereó el cuello de un policía. Fue su modo de saldar una cuestión de polleras.

Después, se sucederían otros delitos hasta acumular 35 robos caratulados, más hurtos, disparos de armas, lesiones, atentados contra la autoridad y otros 7 homicidios. Por sus andanzas movilizaría a la policía de La Pampa, Mendoza, San Luis, Río Negro y Neuquén.

Según crecían sus atracos, probados o no, crecía su popularidad al punto de  ser “visto” al mismo tiempo en distintos puntos del país cuando se registraba un robo sonado. No era un ladrón más: ultra veloz con las armas -insuperable si se trataba del Winchester o del Máuser recortado-, eximio jinete -se dice que saltaba a caballo los alambrados que los policías debían cortar para pasar-, hábil para burlar la persecución policial -capaz de ser él mismo caracterizado quien señalaba a la autoridad por dónde había escapado el malhechor-. Pero sobre todo, se le adjudicaba quizás la principal cualidad que llevaría a tejer la leyenda: que robaba a los ricos para repartir entre los pobres. El Robin Hood de las pampas. Los más favorecidos eran los puesteros de los campos. Por eso, eran sus protectores mudos, incondicionales y con un caballo siempre reservado para asistirlo en la huída, además de un plato de comida, yerba y tabaco.

Bailarín y guitarrero

De 1,68 de altura, delgado, piel blanca curtida por el sol, ojos verdes, barba rala, buen bailarín y guitarrero Juan Bautista Bairoletto se enamoró de la mujer equivocada: Rosa Pérez, novia del Turco Farach; policía. Se trataba de un novio dispuesto a no correr riesgos, así que le marcó el terreno al gavilán y fue más allá. Le recomendó que se alejara del pueblo. Bairoletto aceptó la recomendación. Pero a su modo.

Cuando el Pampeano dejaba Eduardo Castex a caballo, Farach quedaba tendido en el piso sobre el charco de su propia sangre. Bairoletto no llegó lejos y la policía lo atrapó sin que opusiera resistencia.

Purgó el homicidio en la cárcel de La Pampa, y recuperada la libertad el 1º de junio de 1921, comenzarían a sucederse las historias de sus andanzas, ya como bandolero y en la mira de la fuerza pública que nunca le perdonó la muerte del camarada.

La biografía dice que había nacido el 11 de noviembre de 1894 en la localidad de San José, provincia de Santa Fe, hijo de inmigrantes italianos; y la historia oficial informa con sello y firma que murió el 14 de septiembre de 1941, abatido por las balas de la policía en un operativo que pretendió capturarlo en su rancho guarida de General Alvear.

Sin embargo, la versión popular de la causa de muerte difiere: da por cierto que se suicidó –afuera de la casa y escabullido en la oscuridad de la noche- antes que entregarse y para proteger a su mujer y las dos hijas. Así lo atestiguó la viuda.

Dicen, también, que en esta historia hubo un Judas, Vicente Gazcone o “Ñato Gazcón”, quien lo habría entregado a cambio de la condonación de penas. El supuesto traidor integraba la banda que contaba con otro ilustre bandido: Mate Cocido o Cosido. Juntos, recorrieron el país desde la cordillera patagónica hasta las selvas del Chaco cometiendo fechorías y hasta participando de la agitación agraria de los anarquistas.

Mil nombres para un bandido

Bairoletto, Vairoleto, Varuleto, Viruleto, son algunas de las grafías que refieren a la misma persona. Aunque nunca apareció como Viroletti, según consta como apellido paterno en la partida de nacimiento. También fue El Pampeano, Luis Firulete, José Ortega o Francisco Bravo, según la necesidad.

Inspiró a poetas, payadores, actores de teatro, canciones, poesías, historietas y guiones de películas.

Hugo Chumbita lo llevó a las páginas del libro Última Frontera – Vairoleto: Vida y leyenda de un bandolero.

El doctor Salvador Calafat (nombre que lleva el museo de la ciudad de Alvear) le dedica unas páginas en el libro Historia del Departamento de General Alvear,  en el capítulo Juan Bautista Bairoletto (Un hombre que se transformó en leyenda)

Entre las hazañas que se le adjudican al bandolero está la anécdota de un hombre que perdía su casa en manos de un financista que le había otorgado un préstamo. El deudor, ante la imposibilidad de saldar el compromiso, le pidió ayuda a Bairoletto. Este, a su vez, pidió prestado el dinero a un comerciante que le debía un favor. Cuando el prestamista se retiraba del domicilio con el dinero y el pagaré saldado, Bairoletto le salió al cruce, le robó la plata y devolvió al comerciante.

Otra vez, una denuncia anónima alertaba a las autoridades de que Bairoletto robaría el Banco de la Nación. Dicen que se alzó con cinco gallinas y tres jamones, que lo persiguieron 70 leguas y fue a la cárcel el delator.

En 1931, lo perseguían policías de La Pampa caracterizados de gauchos, casi en el límite con Mendoza; se separaron en dos grupos con la estrategia de sorprenerlo. Pero los sorprendidos fueron ellos: quedaron enfrentados entre sí y murió un policía.

Otra: en el puesto El Martillo, cerca del Paso de los Gauchos, Juan estaba mateando con los hijos del puestero, cuando llegó la policía pampeana. Preguntaron por el bandido y fue él mismo quien marcó una pista falsa. Cuando se dieron cuenta del ardid, volvieron al puesto y apalearon al dueño, que murió poco después.

Cuando murió don Victorio, el padre de Bairoletto, la policía vio la oportunidad de capturarlo. Lo esperaron inútilmente en el velatorio hasta el amanecer, con las armas escondidas. Junto al féretro una mujer vestida de negro, con un bebé en brazos lo veló durante horas en silencio. Era Bairoletto en la última cita con su padre.

Así fue por dos décadas hasta que el amor lo llamó a sosiego. En una de sus incursiones por General Alvear había conocido a Telma Ceballos, una jovencita que lo enamoró. La tomó como compañera –así, sin más-, adoptó por nombre Francisco Bravo, y con la ayuda de amigos consiguió una parcela en la colonia San Pedro del Atuel. Allí estableció su rancho con techo de paja, a espaldas del Cerro Nevado, y retomó su oficio –el primero- de agricultor. Claro que no abandonó el vicio: entre cosecha y cosecha de tomates, no se privó de atracos en su faceta de Robin Hood, tanto como para no abandonar a los más necesitados. Tuvo dos hijas: Juana y Elsa.

Según la versión popular, en la madrugada del 14 de septiembre una comisión policial rodeó el rancho e inmovilizó al peón que dormía en una piecita contigua. Bairoletto olió el final cuando lo despertó el ladrido de los perros. Salió del rancho a punta de pistola y a un costado, en medio de la oscuridad, se habría descerrajado un disparo en la boca. Los testigos fueron la viuda, los policías y el Cerro Nevado. No hubo autopsia y la montaña guarda la verdad inobjetable bajo la capa de nieve eterna.

Al morir, Juan Bautista Bairoletto era tan pobre como popular. La viuda no tenía ni para el sepelio. Le prestaron la sala velatoria que no dio abasto para recibir a los miles de curiosos que hicieron cola para conocerle la cara.

La tumba, en el cementerio de General Alvear, se convirtió en un altar pagano. Siempre con flores que se van renovando, hay ofrendas de todo tipo: desde ropa de adulto y niños, herramientas de campo, mechones de pelo trenzado hasta carpetas de apuntes de estudiantes.

También, decenas de placas que agradecen los favores concedidos. Hace unos años, muchas de esas placas de bronce fueron robadas, quizás bajo el amparo de eso que sostiene que quien roba a un ladrón tiene 100 años de perdón.