Córdoba

El Ala, un monumento al amor que oculta intrigas

Se ubica a la vera de la RP 5, camino a Alta Gracia, en la provincia de Córdoba.

(Por Patricia Veltri).- Como una tumba faraónica, terminada de construir cinco años después de la muerte de su homenajeada Myriam Stefford para contener sus restos y los del avión en el que se mató, la mole de cemento se levanta como centinela de intrigas a la vera de la Ruta Provincial 5, en el Paraje Los Cerrillos, próximo a la localidad cordobesa Alta Gracia. Se la conoce como El Ala. A la distancia, se la observa como el ala de un avión que se levanta en forma vertical desde el suelo.

El monumento hace honor a mil versiones no documentadas: que tenía una placa con la frase acuñada: «Un bel morir tutta la vita onora». Que el sepulcro estaba cubierto por una lápida de mármol negro y exhibía un atemorizante «Maldito sea el que profane esta tumba». Que a la entrada del monumento, en una vitrina, donde estaban el casco de Myriam Stefford, su reloj de vuelo y el timón del avión, debajo de una losa decía: «Viajero, rinde homenaje con tu silencio a la mujer que en su audacia quiso llegar hasta las águilas».

Los años de abandono y pleitos sucesivos entre los herederos dejaron el monumento al alcance de vándalos que lo saquearon y dañaron.

La historia detrás del Ala

¿Cuál es la historia detrás del Ala? ¿Quiénes eran Raúl Barón Biza y Myriam Stefford? Conviene comenzar por los antecedentes y poner en contexto.

Una costumbre que sucedía por los años ‘30 en los ámbitos más recoletos de Buenos Aires perfila a Raúl Barón Biza: una de sus diversiones consistía en dar fiestas a las que invitaba a sus amigos millonarios con la consigna de que debían asistir disfrazados de pobres y los mezclaba con los otros convidados, los pobres genuinos.

Bon vivant, excéntrico, provocador, mujeriego, apasionado, escritor, político, componían algunas de las caras de una figura polifacética que tocó el cielo con las manos y se marchitó como una flor.

A 56 años de su muerte, cuando se perforó la sien de un balazo el 17 de agosto de 1964, aún hay pleitos hereditarios pendientes y se cuentan historias tan incomprobables como posibles. Aunque algunos lo dan por cordobés, en la biografía El escritor maldito, su autora Candelaria de la Sota, sostiene que en el acta de nacimiento el padre Wilfrid Barón declaró domicilio en la calle Bolívar 1489, del barrio porteño de San Telmo y lo inscribió como Raúl Carlos, nacido el 4 de noviembre de 1899. Y que recién cuatro años después, la familia se trasladó y estableció en la estancia Los Cerrillos, en Córdoba.

Una vida novelesca y trágica, quizás con algunos condimentos de fantasías, componen una historia que aún inspira libros, películas para cine y guiones de teatro.

La fortuna familiar amasada con el comercio de cereales permitió que Raúl fuera enviado a estudiar al exterior, como sus cuatro hermanos y el resto de los hijos de las clases acomodadas de esa época. Estudió en un colegio que dependía de la Universidad de Harvard. En su libro Porqué me hice revolucionario escribió: “Desde el año 1913 en que abandoné la Argentina hacia los Estados Unidos, hasta 1931, en muy pocas ocasiones regresé a mi patria. Sólo me guiaba en esos viajes el deseo de abrazar a mi madre”;  Catalina Biza, una tucumana hija de españoles, perteneciente a una familia tradicional y católica de la alta burguesía, que había puesto su fortuna al servicio de la ayuda social.

Raúl Barón Biza alternó sus estudios con estancias despreocupadas en la París de la belle epoque, se paseó por los puertos más diversos y a comienzos de los años ’20 estaba en la Unión Soviética observando la nueva situación surgida tras la revolución. Incursionó en la política, la literatura y los negocios. Apoyó al líder radical Hipólito Yrigoyen, y en 1924 publicó Risas, lágrimas y sedas. Fue pionero en el cultivo sistemático del olivo: él lo introdujo en la Argentina, y además organizó la explotación de minas de wolframio y bismuto en el noroeste del país.

El principio de la tragedia

En el apogeo de su vida de privilegiado, la Europa de la pos guerra sería el escenario donde conocería a la mujer con la cual comenzaría a tejer la parte trágica de su historia. «Boca pequeña de labios pintados, tibios, húmedos. Boca de carmín, tenía ese rictus embustero, delicioso y un poco canalla de todas las divinas bocas nacidas para mentir y besar». Así describió Raúl Barón Biza a Myriam Stefford, la primera esposa, en su novela El derecho de matar. Ella era una actriz de reparto cuyo currículum empezaba y terminaba en tres películas. El principal talento era su belleza. Hija de italianos –padre empleado en una fábrica de chocolates, madre ama de casa- había nacido en Berna, Suiza, en 1905. Su verdadero nombre era Rosa Margarita Rossi Hoffmann. A los 15 años se había escapado para vagar por las calles de Viena y de Budapest. Bella, joven, seducida y desprejuiciada partió con el millonario. La nieve de los centros de esquí suizos y la arena de la Costa Azul; Capri y Venecia se sucedieron desde el primer encuentro. Quien sabe si por asociación del apellido o por justificar alguna alcurnia, los periodistas comenzaron a llamarla baronesa y la ascendieron al rango de estrella de Hollywood, cuando la pareja llegó al puerto de Buenos Aires, a mediados de 1928, en la primera clase del Cap d’Ancona. «Sólo los encantos de su belleza, la majestad de su porte, la delicadeza de sus líneas, recordaban su condición de aristócrata», decían las crónicas sociales.

El puerto de Buenos Aires, la estancia Los Cerrillos en Córdoba y la basílica de San Marcos de Venecia, fueron sitios que se sucedieron vertiginosamente. El 28 de agosto de 1930 se casaron frente a invitados como la princesa Lucinge de Faucigny, la baronesa Neily de Rotschild, la condesa Albrizzi, la duquesa Di Sangro y el príncipe Alessandro Ruspoli. Todos acicalados con trajes típicos venecianos. El cortejo nupcial en góndolas, acompañó a los esposos hasta el Hotel Cipriani.

Tres años después regresaron a la Argentina para intercalar estadías en la estancia en las cercanías de Alta Gracia, en Córdoba, y la casona de Recoleta, frente a Plaza Francia, en Buenos Aires. El diario La Prensa informaba que la dama estaba «retirada del mundo del espectáculo por expreso pedido de su marido» e ilustraba la nota con una foto en la que se la veía paseando por el Tiergarten de Berlín con un leopardo amaestrado, llamado Gaucho. Eran parte de su vida cotidiana las cabalgatas por los bosques de Palermo, las fiestas en su residencia y las galas en el Colón, donde deslumbraba con un anillo que llevaba engarzado un diamante de 45 quilates llamado Cruz del Sur. Descubrió la pasión por pilotear aviones. En apenas dos meses consiguió el brevet de piloto civil. Su instructor se llamaba Ludwing Fuchs, un alemán veterano de la Primera Guerra. Ella manifestó su deseo: «Quiero iniciar un vuelo de largo aliento y llegar con mi avión donde nunca llegó otra mujer» y el marido le regaló un monoplano biplaza de ala baja, al que bautizó Chingolo. En ese pequeño avión Myriam Stefford, de 26 años, comenzaría el raid con el que pretendía sobrevolar 14 provincias pero que terminó transportándola a la muerte el 26 de agosto de 1931, cuando se precipitó a tierra en Marayes, San Juan.

Sostienen algunos que esa tragedia fue el primer golpe anímico que sufrió Barón Biza. Otros de malas lenguas dicen que fue antes, cuando se habría enterado que el instructor de vuelo era su amante y por eso habría mandado a sabotear el motor.

Lo cierto es que el viudo hizo construir un monumento funerario faraónico en lo que era parte del campo de Los Cerrillos: una mole de hormigón armado de 82 metros de altura para sepultar los restos de su mujer –algunos dicen con sus joyas- en una cripta subterránea. El imaginario cree ver un monumento al amor con supuesta forma de ala de avión, 15 metros más alto que el Obelisco. Y así se lo conoce: El Ala.

El final de Barón Biza

Deprimido, Raúl Barón Biza buscó refugio en Europa y volvió a las andanzas durante un año. Al cabo, en 1932, regresó a Buenos Aires para enfrentarse a una Argentina convulsionada. Comenzó su militancia política.

Transcurría 1933 cuando conoció en Uruguay al dirigente del radicalismo cordobés Amadeo Sabattini. Se hicieron muy amigos. Barón Biza financió la campaña y Sabattini ganó la gobernación de Córdoba en noviembre de 1935. Cuando faltaban pocas semanas para que asumiera, el amigo íntimo raptó del colegio a su hija de 15 años, Clotilde Sabattini y con ella se fugó al Uruguay.

A los 9 meses nació el primer hijo. Como ella no había podido terminar el colegio, lo retomó tras la maternidad. Se recibió de maestra y ejerció en la escuela de la estancia de Los Cerrillos, que había sido construída para que fueran los hijos de los peones.

Clotilde desarrolló una personalidad fuerte y arrolladora. En la casa eran comunes las reuniones políticas y ella pasó de ser espectadora a partícipe. Y el matrimonio se transformó en una relación pasional que intercalaba separaciones y reconciliaciones. Cuando ya habían vivido un tiempo en Europa y habían retornado a radicarse en La Falda, Córdoba, con dos hijos varones, uno de los intentos de separación terminó a los tiros en la casa de Amadeo Sabattini. Los vaivenes políticos acompañaron la vida familiar con exilios incluídos. Ella pegó un batacazo contra todos mandatos y previsiones: se corrió de la fila del pensamiento político familiar y se alineó a Arturo Frondizi, quien resultó electo presidente. Cuando asumió, la nombró al frente del Consejo Nacional de la Mujer. Clotilde Sabattini fue la primera mujer en la historia argentina con rango de ministra. Fue impulsora de la enseñanza laica y libre.

Barón Biza no soportaba el crecimiento de su mujer. Intentó tres veces suicidarse. Dilapidó su fortuna.

En una de los tantos distanciamientos a lo largo de casi 30 años de matrimonio, le envió una carta a su mujer con una propuesta definitiva que incluía la división de los bienes que quedaban. La citó con sus abogados al departamento de Buenos Aires el domingo 16 de agosto de 1964. La esperó con dos vasos de whisky servidos. Cuando ella, la madre de sus 3 hijos, aceptaba el gesto amable, el contenido con ácido terminó arrojado en su rostro desfigurado para siempre.

Los abogados partieron al hospital con la mujer. Él se acostó en su cama de estilo francés, se tapó con el acolchado, bebió un sorbo de whisky y gatilló el 38 largo sobre su sien. El escritor maldito apagó su vida como había sido: sin medias tintas.

 

 

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